El inicio de Diciembre.

Hoy definitivamente estaré en versión “filósofo”; quizá sea la atractiva combinación entre días grises, fríos y húmedos o el saturado aroma a navidad que traen los primeros días de diciembre. Puede ser también la inevitable sensación de la rapidez del tiempo que en sí mismo traen el prólogo de las fiestas navideñas que nos llevan a la conclusión irremediable de que ya se nos fue un año más.

La inminencia del horizonte navideño me hace aterrizar en esta columna que las letras forman ideas, eso es definitivo, pero esperamos que las ideas conformadas sean el punto correcto de partida para atinar a dar con el efecto óptimo al cual queremos llegar. Y esa esencia óptima nos debe llevar a que cada uno de nosotros tengamos el corazón colocado bastante alto para poder estar siempre por encima de las vulgares pequeñeces que siempre nos rodean.

Hay tantas cosas que nos criticamos mutuamente; criticar es el deporte favorito de muchos seres humanos, pero según escuché de un empresario exitoso, lo que menos perdona el mundo, juzgándolo por lo que de él se deduce, es la felicidad y el éxito, siendo menester ocultarlos ambos.

En el tan versátil tiempo que nos ha tocado vivir, en medio de una democracia tan llena de pluralidad y de ideologías encontradas o desencontradas podemos asumir que la política es un principio cuyos efectos todos son tan diferentes que no hay teoría alguna que pueda abarcarlos ni regirlos.

Eso sí, la inmediatez es nuestra inminente característica, y por ende no sabemos prever desastres a tan largo plazo, pero todos tenemos alguna flaqueza que reprocharnos. Esto nos obliga a no olvidar que son principalmente las apariencias las que el mundo saca al exterior y viste en formas engañosas.

Si el Facebook nos ofreciera, en lugar de fotos, radiografías del alma, otro gallo nos cantara, pero el mundo es un gran comediante, y, como el comediante, todo lo toma y todo lo deja, sin quedarse con nada.

En medio de mis cavilaciones filosóficas que comparto contigo con suma confianza, prefiero decirte que me gusta mucho observar a mis hijos y palpar sus diferencias a pesar de ser de la misma sangre y el mismo molde. Allí donde uno de ellos se resigna con serenidad, estudiando la razón de las cosas, el otro se encrespa, aguza el ingenio y hace combinaciones, sin dejar de platicar, acabando por encontrar siempre una salida. Uno de ellos es yo mismo y no distingo su esencia de la mía, el otro es su madre vuelta a nacer. En los dos pongo mis pensamientos de amor.

En los días de fin de año me sucede muy frecuentemente que cuando los observo en su independencia, pavoneándose de su existencia milenial, se me sube al corazón y a la cabeza una idea que casi me hace desfallecer. ¿Es uno como padre, dueño de la suerte de sus hijos? ¿Amaran a alguien indigno de ellos? ¿Amaran y serán correspondidos?

Más de una vez, contemplándolos me gana la nostalgia. Los dos son tan fecundos como la naturaleza misma, y como ella tan diversos entre sí. Los veo como si fueran un dilecto cuadro de un afamado museo. Me abismo en esa contemplación que no siempre es recíproca, pues ellos por lo regular andan en su vida interconectada a la tecnología y yo pretendiendo, en una forma mística, interconectarme a ellos con un resultado infructuoso. La Tecnología es Goliat, mi amor por ellos es el rey David.

Siempre me han parecido los hijos más perfectos del planeta. Esa engañifa es deliciosa. Tiene tanto encanto para mí como padre, eso de creer que en mis hijos el sentimiento prevalece sobre la obstinada tecnología que los atrapa por doquier, y que, como dueños de nuestro corazón, se detienen allí donde queremos se detengan.

No dejo de anhelar en ellos que converjan en su vida el amor, la juventud, el talento y la belleza juntos. Con mis hijos me sucede algo contradictorio, pero explicable, me pierdo en ellos por la dicha como otros se pierden por la desdicha.

Querido y dilecto lector, te confieso que después de platicar con algunos médicos, pastores y sacerdotes, puedo llegar a la conclusión que nuestra vida, lo mismo la del cuerpo que la del espíritu y el corazón, se compone de ciertos movimientos regulares. Así es la relación con nuestros hijos.

Todo exceso introducido en esa dinámica, es causa de placer o dolor; ahora bien: placer y dolor son una fiebre del alma esencialmente pasajera puesto que no se les puede soportar mucho tiempo. Es decir, humanamente hablando no hay mal, ni bien, que dure cien años.

Solo espero que mis hijos entiendan que el talento goza de hermosos privilegios y granjea celebridad. Hoy me desborde de filosofía y nepotismo.

El tiempo hablará.

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