Criticas a los gobernantes.

Me pregunto a mí mismo si debemos aprovechar la crítica desmesurada que se hace al Presidente López Obrador a nivel nacional para saber criticar también al gobernador Cabeza de Vaca y de esa forma establecer en Tamaulipas una dinámica para cuestionar a los políticos y quede establecida permanentemente en nuestro Estado como una costumbre saludablemente democrática.

En Tamaulipas ha sido siempre un tabú juzgar a un gobernante todavía en funciones. En los años 70 el periodista Daniel Cosío Villegas (DCV) preparó el terreno para esa costumbre. La presente columna está inspirada en él.

En todos los gobiernos de nuestro Estado la pieza principal ha sido quien funge como gobernador; esto debido a que cuenta con facultades y recursos tan ilimitados, que siempre se ha corrido el riesgo de gobernar, no institucional, sino personalmente.

Debemos aspirar al surgimiento de una sociedad civil robusta e independiente, que constituya contrapesos a cualquier poder.

DCV publicó su célebre trilogía sobre la vida política nacional que incluyen: “El sistema político mexicano”, “Estilo personal de gobernar” y “La sucesión presidencial”.

“Estilo personal de gobernar” fue publicada durante el gobierno de LEA. Un trabajo en que, DCV con fama de áspero, mal encarado, de trato difícil pinta de manera fascinante y cruel, burlona tal vez, el régimen presidencial de Echeverría. Pasa de lo cómico a lo trágico. Una obra ligera, sin soberbia académica en la que se argumenta cómo la estructura de cualquier gobierno es vulnerable, las instituciones son permeables al estilo del gobernante en turno, de ahí el título de su obra: El estilo personal de gobernar.

Intenta hacer un análisis psicológico y menos psiquiátrico de Echeverría, pero que puede ser aplicado en la actualidad a cualquier gobernante de cualquier nivel en funciones. La efectividad de dicho análisis requería de una relación personal vieja, cercana y continua que no tenía. Como si lo hubiera visto con sus propios ojos por la primera vez, alcanzado ya sus 50 años de edad. Requería también un conocimiento profesional especializado que DCV tampoco tenía.

El autor intentó una impresión de cómo era el presidente cuando estudiaba en la facultad de Derecho por si podía dar con una similitud o un contraste, y el resultado había sido pobre y contradictorio, pues unos amigos suyos pintaban al presidente como un ser más bien callado, solitario que rehuía el acompañamiento que no fuera de unos cuantos.

Otros lo retratan como un vacilador o festivo que se divertía asombrando a sus amigos con presumirles la última sensación literaria, solo para que al rato descubrieran que no la había leído.

Un tercer grupo lo describe como muy interesado en los movimientos estudiantiles pero sin participar en ellos activamente. El cuarto grupo lo recuerda con claras inclinaciones magisteriales pues con frecuencia convocaba a sus íntimos para discutir un tema elegido por él y cuyo estudio repartía entre ellos reservándose el papel de director de debates y de expositor de las conclusiones.

Querido y dilecto lector, es un hecho, sin embargo, que durante su larga carrera administrativa, incluso siendo ya secretario de gobernación, es decir la segunda figura política nacional, fue distintamente reservado, tanto que más de una persona esta persuadida de que Díaz Ordaz, que lo trato a diario durante tantos años se fue de espaldas desde el primer día de la campaña al darse cuenta del monstruo insospechado que había venido alimentando pacientemente a lo largo de 18 años.

Este hecho aterriza dos conclusiones: primero, la ociosidad completa del sistema como se escogía a nuestros presidentes; la segunda, que la suma enorme de poder que estos adquieren en cuanto toman posesión, es capaz de volver al revés a un hombre, transformándolo en otro diametralmente opuesto.

Lo que se pretende es descubrir y apreciar las constantes psicológicas de los políticos en el poder, tal y como las revelan los actos de gobierno y sobre todo sus expresiones verbales y escritas.

Para Echeverría hablar se convierte en una necesidad fisiológica, y estaba convencido de que cada vez decía cosas nuevas, verdaderas revelaciones. Se le veía desfallecido cuando se encontraba solo, y vivo y exaltado cuando tiene por delante a un auditorio, y si este es restringido por el número o la homogeneidad de sus componentes, pide que lo escuche otro más amplio, la nación o el mundo entero.

Más de un gobernante en nuestro país padece el mal de altura, típicamente Porfirio Díaz, que por haber arrancado a México del desorden y la miseria en que había vivido durante muchos años, creía merecer el acatamiento unánime y eterno de sus ciudadanos. Un detalle que persiste en los actuales gobernantes.

El mal lo engendran motivos psíquicos y personales, así como las circunstancias históricas en que actúa el paciente. Pero se debe también a nuestro sistema político, cuya característica principal, según se sabe, es la de engendrar gobernantes poderosos y dotados de facultades y grandes recursos.

Esto los convierte fatalmente en los grandes dispensadores de bienes y favores, aun de milagros. Y claro que quien da sin recibir nada a cambio tiene que ser aplaudido sin reserva pues la crítica y la maldición solo pueden y deben recaer en quien quita en lugar de dar.

Hay mucho por decir al respecto.

El tiempo hablará.

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