Con prisa no es rápido… ni mucho menos eficiente

“¡Rápido, rápido, rápido! ¡Ya, ahorita! ¡Apúrate, apúrate!”, es la orden que muchas personas están continuamente dándose a sí mismas o a otros. Y no habría ningún problema si la situación o las circunstancias realmente lo requirieran, pero no es así generalmente. Por lo regular, este sentido de “urgencia” que le imprimimos a nuestras vidas es una especie de aceleramiento interno producto del romance entre el estrés y la ansiedad.
Ha cobrado tantas vidas con accidentes, ataques al corazón y hasta suicidios, que los cardiólogos Meyer Friedman y Ray Rosenman acuñaron el término de “enfermedad de la prisa” (hurry sickness).

Las personas con prisa constante parecen estar todo el tiempo muy ocupadas, ser muy activas, eficientes e indispensables en lo que hacen. La realidad es todo lo contrario: el estrés los lleva a cometer errores, saltarse pasos, olvidar cosas, pasar otras por alto y arribar finalmente a un desastre lleno de “esques” (es que no lo vi, es que no me dijeron, etc.). La ansiedad, por su parte, provoca desa-sosiego, angustia, desesperación y hasta ataques de pánico paralizantes, además de tics nerviosos y enfermedades sicosomáticas, como alergias.

Así pues, las personas con prisa, llamémosle “sin sentido”, no solo fallan constantemente, sino que se enferman frecuentemente. Esperar, incluso 30 ridículos segundos, a que se caliente algo en el microondas, no es para los urgidos por dentro; comienzan a desesperarse, a ver el reloj, a tensarse, y ese “ritmo” que le imprimen a su cuerpo y a su mente los guía todo el día, hasta que sin motivo real terminan agotados, sin energía, pero estresados, de manera que no descansan bien.

Al siguiente día reemprenden la vida con prisa y continúan el círculo vicioso hasta que su mente y su cuerpo, literalmente, “revientan”. La dinámica que siguen es la de ubicar todas sus ocupaciones en el mismo nivel de importancia, como merecedoras de la misma prisa y el mismo esfuerzo, aunque sean nimias, pues de priorizarlas, tendrían que calmarse, y esa no es una opción para quien se está sintiendo profundamente solo, sin vínculos profundos, amorosos o amistosos, sin actividades que le apasionen ni aficiones que lo contenten, porque todo esto es lo que en realidad hay atrás de un enfermo de prisa sin sentido. Tiene, pues, una vida vacía.

Es una persona a la que le cuesta trabajo establecer intimidad con otros y, por supuesto, consigo mismo, de manera que tiende a llenarse de cosas que hacer para evitar la conciencia calmada y observante que implica el “ser”, la vulnerabilidad para disfrutar la presencia de los amigos o la familia, el sosiego que implica pintar, leer, escribir, caminar lento, atento al entorno, y en general las actividades que implican bajar la velocidad.

Cualquiera de nosotros puede tener la enfermedad de la prisa, parcial o totalmente, en uno o en todos los aspectos de nuestras vidas. A más prisa, menos vida. ¡Y cuidado!, es una adicción, y como tal es destructiva, progresiva, invasiva y muchas veces mortal.

Primero nace la prisa mental: los pensamientos están desbocados, van uno a otro a toda velocidad y de asunto en asunto sin resolver nada. La persona no se da cuenta, pero su cuerpo sí: activa el estado de alerta, porque “algo no está bien, ¡hay peligro!”, y se pone en modo “defensa con actividad al máximo”, de manera que todo se hará con prisa, incluso comer, dormir (aunque no lo crea) y relacionarse. Se deja de sentir a la gente, incluso a la cercana, ya no se le aprecia y finalmente se les pierde, y con ello la vida misma.

La solución es por supuesto practicar la calma como una disciplina, empezando por respirar lento y conscientemente todas las mañanas, varias veces. Aunque no lo parezca, todo lo hace más rápido y mejor quien lo hace con calma.

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