Los primeros años. Arquitecto Manuel Robledo Treviño. (IV)

1948 fue un año de mucho frenesí para la familia Robledo Treviño, un torbellino existencial desde su salida de Stalingrado en Rusia, su paso por Odessa en Ucrania, Nueva York en los Estados Unidos, hasta el trayecto de la Gran Manzana con destino final en la Sultana del Norte para que finalmente se diera el nacimiento del arquitecto Manuel Robledo Treviño el 12 de junio del año mencionado.

Su padre trabajando para la OEA en actividades internacionales dejaba el nombre de México muy en alto y eso permitió que la primera severidad por mandarlo lejos del país se convirtiera en orgullo de sus jefes de la Defensa Nacional, al grado que cuando Miguel Alemán llegó al poder en 1952 lo subió de rango de coronel a general de brigadier y lo nombró el encargado del campo militar en la Ciudad de México, que se convirtió en el hábitat único de nuestro personaje en su infancia, lo que hace que sus recuerdos de esa etapa sean rodeado de soldados que lo cuidaban y le hacían prácticamente todo, un mundo irreal.

Por necesidades inevitables la familia se tuvo que trasladar a Monterrey y al general le asignaron ser el encargado de la Séptima Zona Militar que abarcaba Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas; este movimiento fue la semilla que trajo a la vida del niño Robledo la entrada a la realidad de este mundo, donde el cuidado tan desmesurado por parte de los soldados en el campo militar le habían distorsionado la percepción de la realidad.

Ya estando en Monterrey, la primera semana, a sus cinco años y sin el cuidado de la milicia, la realidad le dio “la bienvenida”; iba caminando de la mano con una prima mayor que él, saliendo justamente en frente de su casa, a cuatro cuadras de lo que hoy es la Macroplaza, que después de haber estado limitado al campo militar, esa sensación de libertad le estimuló su mente pueril de tal manera que súbitamente se le suelta pretendiendo ganarle la caminada y sintiendo el éxtasis de una libertad totalmente nueva para él; apenas comenzaba a embriagarse de esta sensación cuando siente una zarandeada como nunca la había vivido a su corta edad, una camioneta en forma por demás inevitable lo golpea y lo atropella pasándole por encima.

¿Qué fue lo que más le dolió en ese momento al niño Robledo? El hombre de hoy tiene estacionadas en su memoria varias secuelas de este accidente. En primera instancia el golpe seco e inesperado de la camioneta, la cual, al pasarle por encima, prácticamente lo estampó en el pavimento caliente del verano en Monterrey dejándolo con las dos piernas en total desorden anatómico, quebradas las dos, lo que lo llevó a estar siete meses enyesado. Hubiera querido haberse desmayado, pero no fue así, vivió toda la sensación del calor y del dolor de ese accidente.

Fue internado en el Hospital Muguerza, donde tuvo que ser sometido a una larga operación, la cual por la resistencia que tiene a los efectos de la anestesia prácticamente fue una segunda versión del suplicio del accidente. Despertó con dolor de cabeza y en forma instintiva lo primero que hizo fue buscar sus piernas y al no verlas en la forma habitual que las veía antes del accidente le dijo a su hermano Luis de once años:

-Se murieron mis piernas Luis, no las encuentro.

-Están ahí Manuel.

Lo que el niño accidentado veía era dos estructuras “ajenas” a él hacia arriba sostenidas por una polea que abarcaba desde la cintura hasta las piernas con una varilla que lo atravesaba.

La vida es altamente impredecible y hace sus travesuras en medio de situaciones muy peculiares, pues lo que a continuación sucedió en la existencia del niño Robledo podemos decir que fue la semilla del gran artista y arquitecto en que se convirtió. En el mismo hospital llegó la tía Lila, hermana de su mamá a regalarle un día un avión de madera balsa, el que Manuel aventaba y su hermano le tenía que traer de vuelta para que repitiera la acción, quien a las primeras de cambio le dijo con la crueldad característica de los niños:

-A ver a quién traes de tu puerquito, porque yo ya no.

Querido y dilecto lector, fue entonces que al segundo día la misma tía Lila después de ver la crueldad del primer regalo le trajo una bolsa grande que vació en la cama del atropellado, puros lápices de colores, hojas en blanco y hojas con monitos para dibujar y pintar. Ahí se terminó el dolor del niño. Pero también en ese momento, sin la tía Lila saberlo y en forma por demás mística se establecieron las bases para que se removiera algo en la esencia del niño accidentado y quedara en ciernes la precuela del arquitecto que aún estaba lejos por definirse. Gracias a este regalo los días en el hospital no fueron aburridos.

El tiempo hablará.

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