Guillermo Alfonso Chávez Mijares. Una vida ejemplar.

La vida y la muerte son polos extremos que se tocan. Cuando nacemos tenemos un chip engañoso que hace que nos creamos eternos y que la muerte es algo ajeno a nuestra existencia. En nuestro fuero interno estamos seguros que es una trágica vivencia que le ocurre solo a otros. Nada más lejano de nuestra tumultuosa realidad; hasta que en el juego del azar existencial, la lotería de la fatalidad toca nuestra vida y nos permite deducir con nitidez que la vida y la muerte son dos caras de una misma moneda.

Paseando por los jardines de la memoria descubro que mis recuerdos están altamente asociados a los sentidos que la convivencia con mi hermano Guillermo me sembró a lo largo de nuestra vida compartida. Y desde entonces, cada vez que el aroma inconfundible de nuestros recuerdos se insinúa en el aire, la imagen de mi cómplice consanguíneo, que siempre observe como un ente superior, aterriza intacta a mi alma. Hoy más que nunca.

Debo plasmar al respecto de mi hermano Guillermo que nuestra convivencia desde la más remota infancia hasta nuestros días gloriosos de la universidad está inevitablemente relacionada con una complicidad deliberada, cínica y ostentosa, pero también llena de afecto y con tendencia a proclamar el amor y a ser integro.

La nuestra fue una relación que él lideraba porque era el mayor pero también porque siempre fue el ordenado frente a mí; iba por la vida con un orden de reloj suizo. No me lo tallaba en la existencia pero solo con existir en él era causa suficiente para que yo tuviera que recurrir al caos para ganarle las batallas, estrategia en la que nunca él caía y siempre terminaba por ser el poseedor de la razón.

Mi vida frente a mi adorado hermano Guillermo era un viaje sin mapa por las regiones de la memoria, y la de él era un viaje no solo con mapa, sino también con brújula. De tal manera que sabía dónde pisaba y sabía a donde iba siempre. Me chocaba por eso. Su vida ordenada era una lupa sobre mi vida desordenada.

En una ocasión me pidió acompañarlo al banco para hacer un depósito. Recuerdo que fuimos a Banamex. Una acción que podemos catalogar de rutinaria fue toda una lección. Ese momento está estacionado en mi memoria como una lección de vida. Al escribir y recordar esta vivencia, la lagrima fluye sin obstáculo alguno.

En esa ocasión Guillermo hizo el depósito en la ventanilla. Yo lo observaba con el ánimo del hermano que lo único que quiere es irse pero ya. Y después de esa acción mercantil llamada depósito, en la inercia de la vida observe una de las más grandes lecciones que mi hermano me dio.

En vez de tomar la ficha de depósito y retirarse, Guillermo se puso a leer frente a la cajera, y a pie juntillas el susodicho, ordinario e insignificante documento. Yo volteé y lo observe con el menosprecio que Napoleón observo al ejército ruso de Alejandro I. Un menosprecio que le costó la derrota.

Ese era y ese fue mi hermano. El hombre que andaba por la vida definiéndola en función de los detalles más nimios. Por eso tuvo el éxito que transpiraba. Por eso fue el pediatra meticuloso que siempre fue. El Pediatra que no concebía negarse a sus pacientes ante la sospecha de que tuvieran Covid 19.

Querido y dilecto lector, perdóname el nepotismo aludido en la pasada columna, y muy evidente en esta, pero si yo no expreso las virtudes de un hombre justo, aunque sea mi hermano, ¿Quién le hará justicia a un hombre bueno como lo fue él?

Estas letras que lees sesudo lector pretenden ser un homenaje póstumo a un hombre cabal nacido en Matamoros. Y al observar la vida de mi hermano, uno concluye que debe gritar a los cuatro vientos que Matamoros es cuna de buenos hombres.

Mi hermano Guillermo no era un suicida pero no le temía a la muerte. Siempre decía que alguien que sabe vivir debe también saber morir. Muy cómodo para él que no está, y muy complicado para quienes lo amamos y nos quedamos.

La muerte de mi hermano Guillermo deja una sensación de enseñanza. Fue un hombre generoso. Debo decir que también fue un hombre bohemio. Tocaba la guitarra, cantaba y amaba a su esposa con una vehemencia poética y su amor por sus hijos era ejemplar y excepcional.

Estoy muy contento de poder escribir que fui su hermano y que no dejó de aprovechar el más mínimo rescoldo de su vida.

Quedaron muchos libros por comentar, otros tantos por escribir. También quedan muchos tequilas por compartir. Me encantaban nuestras reuniones tequileras que derivaban en el grato verbo filosofar. Arreglábamos el mundo para al final dejarlo igual; pero que divertida nos dábamos.

Fue el hermano perfecto. Sobradamente lo voy a extrañar.

El tiempo hablará.

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