Feliz Navidad

Que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. S. Lucas 2:11.

Dice Fernando Savater en su libro “El Valor de Educar”, que los niños felices nunca se restablecen totalmente de su infancia; yo agregaría que aspiramos durante el resto de nuestra vida a recuperar como sea, esa fugaz alegría original, y aunque no lo logremos ya jamás de modo perfecto, ese impulso inicial nos infunde una confianza saludable en nuestro vínculo con las personas que ninguna desgracia futura puede completamente borrar, lo mismo que nada en otras formas de convivencia consigue sustituirlo en forma óptima cuando no existió en su día. Infancia es destino.

Traigo a colación mi infancia, perdón si se percibe un sesgo de nepotismo en mi expresión, porque de esa época de mi vida mamé lo grato que para mí resulta este festejo del año, sin perder de vista que es una época de emociones contradictorias y excluyentes. Son los días en que se convive más con los vivos que amamos y, recordamos más a los muertos que extrañamos. Su presencia ausente nos causa nostalgia. Recordar las primeras navidades me lleva a esos ocho lugares en la mesa con mis hermanos y mis padres presidiendo la cena de los días más felices de mi vida. Hoy sé que eran los más felices, en ese momento no lo sabía. Así de paradójica es la vida, valoremos todos los tiempos que vivimos, porque no sabemos si estamos disfrutando lo mejor de nuestra existencia.

En lo personal me sucede como a la escritora Ángeles Mastretta cuando dice que este es el primer diciembre de mi vida adulta que estoy en huelga de adornos navideños. No sé si me da gusto o tristeza. Si es sabio o idiota lo que hago. Y eso aunque no lo parezca es otra forma de celebrar la navidad. Quedará en el anecdotario como la primer navidad Grinch de nuestras vidas.

En alguna ocasión filosofando con mis hijos y mis sobrinos salió a colación que hoy en día la figura de Jesucristo no está de moda, lo corroboro y ratifico en la publicidad de algunos medios cuando en sus promos sustituyen el “Feliz Navidad” por “Felices Fiestas”. Sacan olímpicamente del festejo al festejado.

La Navidad como palabra se origina en el latín que se expresa como “Nativitas” que significa “nacimiento”. Nos guste o no es una de las festividades más importantes del cristianismo y celebra precisamente el nacimiento de Jesucristo, el cual con un poco de atención en la lectura de la Biblia podemos concluir que definitivamente no nació en diciembre, pues uno de los evangelios cuya autoría se le atribuye al médico Lucas en ningún momento se percibe contextos meteorológicos de frio. El punto es que nació y lo celebramos quienes creemos esta fe, pero también los fríos y los tibios. Por eso me encanta, es una fiesta siempre incluyente. Valga la redundancia, no hay excluidos.

Retorno a mi niñez para compartir contigo el influjo de los recuerdos que quizá te hagan a ti también revivir gratos momentos inolvidables. Manadero de leche y miel existenciales. Una época que no solo son emociones, sino también olores y sabores. Un ciclo fecundísimo de añoranzas y una efusión pasajera de expresiones de afecto que no debemos limitar ni olvidar.

La labor de mis hermanos y la mía era física, tenía que ver con amasar la masa de los tamales; la arquitecta, y la química, debo agregar, de los ingredientes y los sazones era mi madre. Ella era la directora de la orquesta navideña familiar. Mi padre aceptaba con gusto ser uno más de los acólitos. Era los días en que veía cómo mi padre de manera deliberada “obedecía” sin chistar las indicaciones de mi madre. El premio impostergable era la comida de ambrosia pues al final le tocaba ser el catador oficial de lo que a su juicio era el boccato di cardinale y muy orondo, desbordado del gusto del convivio familiar probaba los primeros tamales para después expresarle a mi madre una frase, la cual se aseguraba que escucháramos todos los ahí presentes: “Si tuviera que volver a casarme, me casaba contigo otra vez”.

Las noches del 24 eran de una solemnidad muy familiar y muy afectuosa. Antes de la cena mi padre ordenaba que calláramos. Y el silencio se hacía, ese silencio absoluto que tejen los absolutos momentos cargados de la exclusividad del afecto familiar. Ahí estábamos toda la familia liderados por un hombre que nos inducia con sumo respeto a celebrar una creencia que quizá en el corto entendimiento de mi infancia no tenía elementos para argumentar si Jesucristo existía o no. Lo que si sabía era que esa creencia permitía una unión familiar que me acariciaba gratamente la existencia.

Comparto no por nepotismo. Comparto para celebrar contigo querido y dilecto lector.

El tiempo hablará.

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