Día de las madres

En plena efervescencia electoral en nuestro estado te pido permiso mi querido y dilecto lector para dejar de lado todas las circunstancias que forman parte del momento que estamos viviendo en la espiral de candidatos en nuestro querido Tamaulipas para renovar a los miembros del congreso estatal. Hoy abordare situaciones de vida que nos involucra a todos y que es infinitamente más importante que escribir de candidatos a diputados locales.

El día de mañana celebraremos en nuestro país a las madres; quienes aún la tengan están obligados a mostrarse agradecidos y podrán desbordar en ellas todo el amor de que son capaces, si tristemente es solo en este momento del año, pues que mal pero ni modo, mejor una vez que nunca. Quienes ya no contamos con este encantadora bendición la recodaremos con especial sentimiento.

No quiero caer en la retórica nepotista de escribir solamente para mi madre ya fallecida, de tal forma que escribiré para las madres en general en el ideal de ese ser que, perdón que lo diga, debo decirlo, aprendí del amor materno que vi en mi propia madre. Tómese como un reconocimiento post mortem inspirado en ella. Es un deliberado homenaje a todas las madres que cumplen a cabalidad su esencia.

Una de las dichas supremas de la vida es la certeza y la convicción del amor materno. Digámoslo con especial puntualización, ser hijo o hija de una madre que nos ama, es, en efecto, en este mundo en que nada hay completo una de las formas más sustancialmente perfectas de la felicidad.

Tener continuamente a nuestro lado a nuestra madre, ese ser encantador que está allí, en una etapa de nuestra vida porque precisamente necesitamos de ella y porque no puede pasar sin nosotros, conocer que somos indispensables a aquel ser a quien necesitamos, poder medir incesantemente su efecto por la cantidad de presencia que nos da.

Comprobar su fidelidad de madre en el eclipse y desencanto del mundo que vamos descubriendo en forma gradual en nuestras vidas. Percibir su cercanía con sus ruidos y expresiones amorosas. Sentir su ir y venir, su salir, su entrar, su hablar e incluso su cantar.

Pensar que uno es el centro de esa vida, de esos pasos, de esas palabras, de esa existencia poéticamente maternal; manifestar a cada instante su propia atracción; en lo más excelso de nuestra infancia, gracias a nuestra madre, poder conocerse uno tanto más poderoso cuanto es más impotente, y llegar a ser por sus cuidados en nuestra niñez el astro a cuyo alrededor gravita en forma por demás incondicional aquel ángel con quien ocasionalmente hemos sido tontamente ingratos.

Con la mente de adulto que hoy nos conforma podemos afirmar que son pocas las felicidades que igualan al hecho de tener madre; Un amor así puede tener varios adjetivos calificativos, puede ser mitológico o puede ser épico pues el saberse amado no gracias a nosotros, sino a pesar de nosotros es la característica poética y quizá peligrosa del amor materno. Esta bendita convicción la tenemos desde la cuna hasta el fin de nuestros días aunque nuestra madre ya no este con nosotros.

Una convicción que una vez que se tiene nos da seguridad y empaque existencial para ver el mundo que nos rodea con bondad en medio de las injusticias inherentes de la existencia. Ser servido por nuestra madre es ser acariciado. No nos falta nada si tenemos ese amor. ¡Y qué amor! Un amor formado enteramente de virtud. No hay inseguridad alguna donde hay la certidumbre del amor materno.

Nuestra alma de hijos busca el alma de madre y la encuentra, y esa alma encontrada es una mujer a quien llamamos con amor dilecto mami, mamá o madre. Que bendición tenerlo todo de ella, desde su adoración hasta su tierna piedad sin restricción alguna; no ser nunca abandonado, tener con nosotros esa dulce debilidad que nos socorre, poder apoyarnos siempre en ese remanso inquebrantable de llenura que la vida nos ha dado, que al tocar sus manos hermosamente arrugadas por el tiempo, poder sentir que tocamos la providencia divina en plena tierra.

Los seres humanos bien hechos no cambian ni olvidan este raudal y oasis de amor que Dios nos ha dado. Hasta el chanclazo más doloroso se recuerda con afecto, por venir de esta fuente inagotable e incondicional de amor hecho madre o de madre hecho amor.

Hay en las mamás una efusión de serenidad, de alegría, de éxtasis, son un rayo de luz en medio de la noche. Mil cuidados pequeños desde que somos bebes, nonadas que son enormes para nuestros ojos de hijos favorecidos, los más inefables acentos de la voz materna empleados en mimarnos. Se siente uno acariciado con el alma. En medio de nuestra inmadurez nos sabemos adorados y disfrutmos el paraíso del amor maternal. Celebrémoslas con afecto y respeto.

El tiempo hablará.

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